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jueves, 19 de junio de 2014

¿Por qué nos aburre el ballet?

El hip hop se ha convertido en el Google de los estilos de danza, en el dueño supremo, pudiéramos llamarlo un Steve Jobs en el arte más antiguo del mundo. Sus movimientos rítmicos, robóticos, de complicadas coreografías y espectaculares saltos en los que los bailarines se juegan su Gadgeto-cuello arrastran masas de ansiosos espectadores de grada joven. 
El ballet ha muerto, parece.
 A nadie interesan ya El Lago de Los Cisnes, Giselle, la Pavlova o Piotr Ilyich Tchaikovsky. Quizá porque un arte procedente de la Europa del Este, Viena y Rusia en (nada menos que) el Romanticismo pierde fuelle frente a una disciplina cuyos pasos no tienen siquiera nombre, popularizada por habitantes de barrios marginales de las costas estadounidenses durante el siglo XX. Quizá porque los nombres Svetlana Zakhárova o Teatro Mariinski son demasiado complicados, y preferimos decir Channing Tatum o Step Up. Quizá porque el ballet clásico es una afición de elevado coste (tanto ir a verlo como tomar clases salen "por un pico", hablando desde la experiencia), y para bailar hip hop tan sólo hace falta un cartón en el suelo para ejercer de amortiguador y un amigo tocando palmas. 
Sea por la razón que sea, cada vez sorprende más toparse con un Billy Elliot entre las marabuntas de niñas bailarinas. La música clásica no estimula el acelerado ritmo de vida al que aspiran los jóvenes de hoy en día, les recuerda, más bien, a una sociedad aburrida, vieja, cansada, a sus abuelos y abuelas, o (Dios no lo quiera), a las pelucas empolvadas que vieron en la película "Amadeus", durante la clase de Música de Primaria. El pavor que sienten a ser tachados de "bujarra", "sarasa", o ya más directamente "marica" lo compensan con ostentosas burlas a la danza clásica. Incluso las chicas, antaño protegidas del escarnio por su condición de féminas, ahora se exponen a ser tildadas de "flojas" o "cursis" si expresan interés por los tutús.
Y esa es otra.
Con el propósito de desmentir ligeramente el concepto que tiene gran parte de la sociedad sobre la danza clásica, diré que, en 11 años que llevo sintiendo, no sólo atracción, sino devoción por el ballet, no he visto un solo tutú en mi clase. 
El ballet es una bellísima manera de mover el cuerpo, con una coordinación, una fuerza, una elasticidad, resistencia, agilidad y gracia que harían palidecer a muchos hinchas del fútbol, deporte que se denomina religión en este país (aunque dada nuestra vergonzosa eliminación del Mundial 2014, mejor dejemos ese tema).
Si se comienza a tomar clases de ballet de pequeño, esta es una estupenda manera de aprender sobre Música, y se sientan las bases del ritmo y la musicalidad en el bailarín de modo permanente, evitando así embarazosas situaciones en reuniones sociales que incluyan baile, como bodas, verbenas, fiestas, etc.
Escuchar música clásica estimula la sensibilidad y la inteligencia del alumno, se canalizan mejor las emociones, y se controlan con más facilidad. Es un gran método para liberar estrés o preocupaciones, ya que el ejercicio físico que conlleva esta actividad libera una gran cantidad de endorfinas, que relajan y ayudan a concentrarse.
También sirve como alternativa al jogging, running y footing, que, quién iba a decirlo, son la misma cosa. Para los alérgicos al deporte, y especialmente a los deportes de equipo (servidora), el ballet es estupendo para quemar calorías.
No sólo son estos los beneficios de la danza clásica. 
Si se entrena de la manera correcta, el ballet proporciona la fuerza suficiente para saltar a una altura de dos metros, alzar el cuerpo utilizando sólo los tobillos, y reposando en dos dedos de los pies (repito: DOS dedos), e incluso sostener el cuerpo de otra persona en el aire. Se llega a un nivel de coordinación desconocido para muchos atletas, ya que se han de mover cabeza, tronco, brazos -por separado-, piernas -también independientemente una de la otra- y pies como si ninguno tuviera nada que ver con el anterior (disculpen la doble negación). 
Se obtiene una agilidad que capacita a quien la posea para batir ambos pies en el transcurso de una corchea, o recorrer una sala de punta a punta en unos cuatro segundos.
Un buen bailarín de ballet puede aguantar tres horas (duración estándar de una representación) girando sobre su propio eje, pegando brincos y levantando a gente por encima de su cabeza con una impasibilidad pasmosa, e incluso con una sonrisa tan amplia que resulta insolente, si se tiene en cuenta que cualquier otra persona en su situación ya estaría tosiendo sangre. 
Y de todas las maravillosas cualidades que caracterizan al ballet, ninguna es tan representativa como la elasticidad inhumana de sus adeptos.
No confundamos, señores, con contorsionismo. La flexibilidad de un bailarín ha de ser contenida dentro de unos esquemas invisibles trazados para garantizar la armonía visual de una actuación, y ahí es cuando todas las habilidades de la bailarina promedio son puestas a prueba.
Pero sobre todo, y lo digo una vez más desde la experiencia, el ballet enseña a apreciar el esfuerzo más rutinario, y a convertir esa rutina en algo extraordinario, transforma una serie de pasos en una expresión de emociones, y a pesar de que este apasionado manifiesto es un tópico de manual, el ballet es una herramienta de la que se puede echar mano durante toda una vida. 
Sin desmerecer a los nuevos estilos de baile que van surgiendo conforme pasa el tiempo (salvo el twerking, que en mi opinión no tiene perdón de Dios), el ballet es de las artes más completas, en todos los sentidos. No es El Cisne Negro, ni el anuncio de Lexus protagonizado por Tamara Rojo, ni un anticelulítico de Shiseido. No se puede comercializar.
Es un modo de vida en sí mismo.
Aunque ahora que lo pienso, quizá lo que aburre es que no hay diálogo. En fin.

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