Páginas

miércoles, 18 de junio de 2014

El día que la belleza volvió a ser sólo en apariencia.

Que alguien llame a Kate Moss por teléfono y la felicite. O, si nadie tiene su número, aprovechad, salid a la calle y a cualquier chica que veáis en pantalones cortos (pero cortos-cortos, cortos de verdad, ese tipo de cortos que te hace preguntarte si no le merecía más la pena ponerse un par de bragas), camiseta de tirantes con el ombligo al aire y zapatillas con plataforma para estilizar sus ya fusiformes y perfectos músculos tonificados únicamente por el metabolismo y no por obra del ejercicio físico, a la primera que veáis de ese estilo, estrechad su mano, dedicadle una sonrisa y ofrecedle una sincera felicitación por ser el único tipo de chica que ahora está bien visto que vaya vestida sin ir realmente vestida.
A principios de la década que comenzó con el 2010 (qué locura, y yo seguía pensando que esta es la década del 2000), surgieron ciertas celebridades, e incluso campañas promovidas por las multinacionales de ropa más vendidas en el mundo, que alentaban a la sociedad (y especialmente a la mujer, por tener más mercado, no por tener más inseguridades) a mostrar su verdadero yo, a enseñar su belleza natural sin complejos. Cindy Crawford nos animó siempre a admitir que teníamos la odiosa celulitis, ya desde los '80, ahora Jennifer Lawrence, probablemente la estrella femenina más importante de esta década -no ya sólo por su trabajo como actriz, sino por su impacto e influencia sobre la sociedad con sus mensajes de naturalidad absoluta, rayana en la imprudencia, pero aderezada con un encanto irresistiblemente no-Hollywoodiense- admite que odia hacer ejercicio, reconoce su amor por la comida basura y los hábitos no tan saludables que la gente de a pie practica a diario. Esta joven de 23 años confiesa que no sigue las tendencias de estilo de vida que mueven masas en Hollywood, y aún así mide 1,75 metros y goza de una figura envidiable como poco. 
Eso es precisamente lo que la gente sin dinero suficiente para entrenadores personales, nutricionistas, asesores de imagen, y todo el séquito necesario para tener buen aspecto, adora, pero no le sirve.
Nos gusta una famosa genuinamente vaga, casera y que come pizza compulsivamente, pero no nos sirve que a su vez haya trabajado de modelo para Abercrombie & Fitch (marca de prêt-á-porter mundialmente conocida por sus modelos de cuerpo impecable), o pueda enfundarse en la piel de la sensualísima Mística en X-Men, cuyas curvas son casi más trascendentales en la trama de la película que el propio papel.
Pero ése no es el problema.
El auténtico problema continúa radicando en nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia apariencia sin que una estrella de la pantalla lo haga antes. Nos basamos tanto en la envidia y en la enfermiza observación de la vida de los demás que no reparamos en que los que tenemos que cuidarnos somos nosotros mismos, no los famosos. 
Queda muy bien que Miranda Kerr diga en una revista que ella también come chocolate los fines de semana, mientras ríe para la cámara subida a unos tacones y dentro de un minivestido de la talla 34, pero únicamente lo menciona para acercarse a los "normales" (ésos somos nosotros, ofenderse es opcional), para que las personas que viven de precocinados y entienden por ejercicio ir andando al trabajo piensen "Vaya, realmente es igual que yo".
Desengáñense, amigos. No somos iguales que los famosos. No son personas normales y corrientes, porque ya sencillamente la fluctuación de su trabajo les deja una cantidad de tiempo libre para cuidarse, de la que nosotros no disponemos, como tampoco tenemos semejantes pastones para gastar en gimnasios personalizados al detalle, dietistas con los que pasan tanto tiempo que podrían ser pareja, asesores de imagen que conocen su cuerpo mejor que el espejo, peluqueros, maquilladores, sastres, y grandes dosis de Photoshop, que es y será siempre la mejor crema de belleza.
Precisamente porque no somos iguales, no debemos seguir aceptando el yugo que revistas y diseñadores han inventado con magistral sutileza para asir nuestros cuellos y encerrarnos en una cárcel de autocrítica destructiva. Es cierto que somos presos de nuestra propia imagen, pero sería bonito que la condena se la impusiera uno mismo en base a su canon personal de estética, en lugar de reprimir su libertad, gastando cada vez más en productos de belleza y prendas de ropa destinadas todas a, en teoría, realzar nuestro mejor yo. Y si, por alguna feliz casualidad, una oveja del dócil rebaño que compone el conjunto de la sociedad decidiera volver la cabeza y no apuntarse a clases de zumba o aqua-fitness (por Dios bendito, que alguien me explique qué es eso), lo que hace en su lugar es comprarse una faja, porque mujeres de cuarentaytantos pretenden parecer pimpollitas de veintipico, jóvenes de artificiales sonrisas blancas y carnes prietas. ¿He dicho carnes? Esas chicas son todo piel.
¿Por qué permitimos que alguien que no conoce nuestra vida, nuestro ritmo diario, nuestra personalidad o nuestros deseos, nos imponga una imagen con la que ni siquiera nos sentimos identificados? La sociedad está hecha para señalar y ridiculizar a cualquiera que se salga de la norma, y por ello todos hemos visto en Internet múltiples imágenes que se burlan de las chicas con celulitis que llevan pantalones cortos en verano (habráse visto tal atrevimiento), o de las llamadas gordas que llevan mallas. Yo misma tengo complejo de gorda sin serlo, y mis pantalones cortos de verano (que, lo reconozco, no son tan cortos como los mencionados al principio), cada vez son más largos, porque inconscientemente me veo obligada a comprarlos con más tela, viendo que mis piernas no tienen el aspecto que tienen las modelos que los anuncian. Así pues, yo me defino como militante de la belleza real, aquélla que abanderan mujeres con trabajo y niños, o universitarias que duermen poco, o adolescentes que prefieren quedar para comerse una hamburguesa que una barrita energética, o incluso niñas barrigudas en maillot y medias haciendo ballet.
Y todo esto lo digo porque para mí es más hermosa una persona de verdad, sujeta a las vicisitudes de la vida, con quien todo el mundo se sienta identificado, y pueda empatizar, una persona con defectos que no la hagan menos deseable sino más única; que una persona nacida con unas características inalcanzables para la mayoría de los humanos.
La belleza no se lleva por fuera, sino que tiene que salir de dentro, y sólo puede salir de dentro cuando se está sano, se es feliz y se está satisfecho con uno mismo, cuando alguien es buena persona, cuando se porta bien con los demás, cuando piensa en regalar cosas buenas antes que recibirlas. Cuando alguien es así, esa persona, para mí, es mejor modelo que un ángel de Victoria's Secret, es mejor modelo a seguir, y su verdadera belleza se refleja en el exterior, porque en su interior brilla demasiado para quedarse ahí. Así veo yo la belleza, pero me pregunto, ¿la concibe así alguien más?

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¡Escribe aquí tu comentario! Write here your comment!